El gato fantasma.
En
la penumbra de la habitación, el pobre hombre estaba recargado en la cómoda. No
entiendo el por qué. Nunca lo he entendido. Las personas que viven aquí son muy
extrañas. Yo que vivo con ellos apenas comprendo lo que me tratan de decir. Aun
así soy muy agradecido. Desde que me recogieron de la calle siempre he estado
caliente, y no he pasado hambre. La casa es acogedora. Es pequeña pero vivimos
cuatro personas y yo. Es de un color que nunca había visto, un color que no
logro distinguir. Pero es lindo y brillante. Me gusta.
Cuando
mis garras pisaron por primera vez el mueble de la sala, me sentí muy eufórico.
Quería saltar y saltar. Ahí fue mi primer dolor. El líder de la familia lo
llama “castigo”, pero mis bigotes sienten injusticia. Yo no tuve la culpa que
la tela se rasgara, yo no la tuve…
La
cocina es amplia, y la gran madre de la familia se la pasa dentro. De vez en
cuando me invita a pasar, pero no me hace mucho caso. Trato de llamar su
atención haciendo ruido, y cuando lo hago me abraza. Me acaricia y le hace algo
a mi estómago que me vuelve loco. Y cuando le maúllo por mucho tiempo, incluso
me da comida extra a la que siempre encuentro en el plato. Sin dudas ella nunca
superará a la otra gran madre de la casa…
En
el piso de arriba hay habitaciones muy diferentes. Mis frágiles patitas no
soportan el lidiar con las escaleras, así que sólo subo cuando me llevan
cargando. Casi siempre es el hijo menor, el de cabello rizado, el que me lleva
a su cuarto. Es de un color azul y tiene muchas imágenes de humanos
disfrazados. Aunque yo nunca he visto a uno, ni cuando salgo a pasear. El niño,
de nombre gracioso, es muy bueno conmigo. Le gusta ponerme en una plataforma
elevada y mirar todo el rato a un aparato raro, que sostiene frente a él. A
veces doy vueltas tratando de bajar y él se ríe. Me gusta hacer a la gente
feliz.
La
hija casi no me hace caso. Sólo sonidos raros de vez en cuando a verme, pero
nunca me ha dado comida, ni sacado a pasear, ni me ha dejado dormir en ella. Es
algo que no me gusta de ella. Tampoco puedo explorar en su territorio,
inmediatamente me saca y coloca una gran barrera de madera. Creía que sólo ella
la usaba, pero no pasó mucho antes de darme cuenta que están en toda la casa. Y
ellos desaparecen tras esas barreras malas. A veces temo que no vuelvan…
Creo
que les sucede algo cuando las usan. Salen muy felices en unas ocasiones, y muy
enojados en otras. Quizá hablen con alguien. Quizá vayan a algún lugar. Quizá
tengan otra vida, con un gato que no rasga los muebles, ni tira la comida al
suelo, ni entra en habitaciones sin permiso. Pero, siempre que logro entrar,
siempre veo lo mismo.
El
líder de la familia hoy salió enojado en la mañana, por ejemplo. Lo intenté
detener antes de quitar la barrera por la que llegué por primera vez, pero no
me hizo caso. Yo sé que él no es enojón. Es muy serio, pero no enojón. Y me
preocupa. De la desesperación incluso le ronroneé cuando volvió, pero eso lo
empeoró. Me empujó al centro de la cocina, y se fue. No me gusta que me
empujen, me hacen sentir que no los ayudo. Y probablemente sea así.
Hoy
tampoco vi a la otra gran madre, la que no vive aquí.
Continuará...
